Carta a los presbíteros y diáconos (I)

«En la humilde adhesión a Cristo, único Señor, podemos y debemos promover juntos la «ejemplaridad» de la Iglesia de Roma, que es servicio genuino a las Iglesias hermanas presentes en el mundo entero. En efecto, el vínculo indisoluble entre romanum y petrinum implica y requiere la participación de la Iglesia de Roma en la solicitud universal de su Obispo. Pero la responsabilidad de esta participación os incumbe de modo especial a vosotros, queridos sacerdotes y diáconos, unidos a vuestro Obispo por el vínculo sacramental y constituidos sus valiosos colaboradores. Por eso, cuento con vosotros, con vuestra oración, con vuestra acogida y vuestra entrega, para que nuestra amada diócesis corresponda cada vez más generosamente a la vocación que el Señor le ha encomendado. Por mi parte, os digo: a pesar de mis límites, podéis contar con la sinceridad de mi afecto paterno por todos vosotros.

Queridos sacerdotes, la calidad de vuestra vida y de vuestro servicio pastoral parece indicar que, tanto en esta diócesis como en muchas otras del mundo, ya ha pasado el tiempo de la crisis de identidad que afectó a tantos sacerdotes. Pero están aún muy presentes las causas de «desierto espiritual» que afligen a la humanidad de nuestro tiempo y, consiguientemente, minan también a la Iglesia que vive en esta humanidad. ¿Cómo no temer que puedan asechar también la vida de los sacerdotes? Por tanto, es indispensable volver siempre de nuevo a la raíz de nuestro sacerdocio. Como bien sabemos, esta raíz es una sola: Jesucristo nuestro Señor. Él es el enviado del Padre, él es la piedra angular (cf. 1 P 2, 7). En él, en el misterio de su muerte y resurrección, viene el reino de Dios y se realiza la salvación del género humano. Pero este Jesús no tiene nada que le pertenezca; es totalmente del Padre y para el Padre. Por eso, dice que su doctrina no es suya, sino de aquel que lo envió (cf. Jn 7, 16): el Hijo no puede hacer nada por su cuenta (cf. Jn 5, 19. 30).

Queridos amigos, esta es también la verdadera naturaleza de nuestro sacerdocio. En realidad, todo lo que constituye nuestro ministerio no puede ser producto de nuestra capacidad personal. Esto vale para la administración de los sacramentos, pero vale también para el servicio de la Palabra: no hemos sido enviados a anunciarnos a nosotros mismos o nuestras opiniones personales, sino el misterio de Cristo y, en él, la medida del verdadero humanismo. Nuestra misión no consiste en decir muchas palabras, sino en hacernos eco y ser portavoces de una sola «Palabra», que es el Verbo de Dios hecho carne por nuestra salvación».

Benedicto XVI

Discurso a presbíteros y diáconos. Mayo de 2005.

Compartir: