Carta a los presbíteros y diáconos (II)

«Valen también para nosotros las palabras de Jesús: «Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado» (Jn 7, 16). Queridos sacerdotes de Roma, el Señor nos llama amigos, nos hace amigos suyos, confía en nosotros, nos encomienda su cuerpo en la Eucaristía, nos encomienda su Iglesia. Así pues, debemos ser en verdad sus amigos, tener sus mismos sentimientos, querer lo que él quiere y no querer lo que él no quiere. Jesús mismo nos dice: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos» (Jn 15, 14). Este debe ser nuestro propósito común: hacer todos juntos su santa voluntad, en la que está nuestra libertad y nuestra alegría.

Al tener su raíz en Cristo, el sacerdocio es, por su misma naturaleza, en la Iglesia y para la Iglesia. En efecto, la fe cristiana no es algo puramente espiritual e interior, y nuestra relación con Cristo no es sólo subjetiva y privada. Al contrario, es una relación totalmente concreta y eclesial. A su vez, el sacerdocio ministerial tiene una relación constitutiva con el cuerpo de Cristo, en su doble e inseparable dimensión de Eucaristía e Iglesia, de cuerpo eucarístico y cuerpo eclesial. Por eso, nuestro ministerio es amoris officium (san Agustín, In Ioannis evangelium tractatus 123, 5), es el oficio del buen pastor, que da su vida por la ovejas (cf. Jn 10, 14-15).

En el misterio eucarístico, Cristo se entrega siempre de nuevo, y precisamente en la Eucaristía aprendemos el amor de Cristo y, por consiguiente, el amor a la Iglesia. Así pues, repito con vosotros, queridos hermanos en el sacerdocio, las inolvidables palabras de Juan Pablo II: «La santa misa es, de modo absoluto, el centro de mi vida y de toda mi jornada» (Discurso con ocasión del trigésimo aniversario del decreto Presbyterorum ordinis, 27 de octubre de 1995, n. 4: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de noviembre de 1995, p. 6). Y cada uno de nosotros puede repetir estas palabras como si fueran suyas: «La santa misa es, de modo absoluto, el centro de mi vida y de toda mi jornada».

Del mismo modo, la obediencia a Cristo, que corrige la desobediencia de Adán, se concreta en la obediencia eclesial, que para el sacerdote, en la práctica diaria, es ante todo obediencia a su obispo. Pero en la Iglesia la obediencia no es algo formal; es obediencia a aquel que, a su vez, es obediente y representa a Cristo obediente. Todo esto no anula ni atenúa las exigencias concretas de la obediencia, sino que asegura su profundidad teologal y su dimensión católica: en el obispo obedecemos a Cristo y a la Iglesia, que él representa en este lugar.

Jesucristo fue enviado por el Padre, con la fuerza del Espíritu, para la salvación de toda la familia humana, y los sacerdotes, a través de la gracia del sacramento, participamos en su misión. Como escribe el apóstol san Pablo, «Dios (…) nos confió el ministerio de la reconciliación. (…) Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!» (2 Co 5, 18-20). Así describe san Pablo nuestra misión de sacerdotes.

Por eso hablé de una «santa inquietud» que debe animarnos, la inquietud por llevar a todos el don de la fe, por ofrecer a todos la salvación, la única que permanece eternamente. En una ciudad tan grande como Roma, que, por una parte, está tan impregnada de la fe y, sin embargo, hay tantas personas que no han percibido realmente en su corazón el anuncio de la fe, con mayor razón debemos estar animados por esta inquietud por llevar esta alegría, este centro de la vida, que le da sentido y orientación».

Benedicto XVI

Discurso a presbíteros y diáconos. Mayo de 2005.

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