Carta a los presbíteros y diáconos (y III)

«Queridos hermanos sacerdotes de Roma, Cristo resucitado nos llama a ser sus testigos y nos da la fuerza de su Espíritu para serlo verdaderamente. Por consiguiente, es necesario estar con él (cf. Mc 3, 14; Hch 1, 21-23). Como en la primera descripción del «munus apostolicum», en el capítulo 3 de san Marcos, se describe lo que el Señor pensaba que debería ser el significado de un apóstol: estar con él y estar disponible para la misión. Las dos cosas van juntas y sólo estando con él estamos también siempre en movimiento con el Evangelio hacia los demás. Por tanto, es esencial estar con él y así sentimos la inquietud y somos capaces de llevar la fuerza y la alegría de la fe a los demás, de dar testimonio con toda nuestra vida y no sólo con las palabras.

Valen para nosotros las palabras del apóstol san Pablo: «Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio! (…) Efectivamente, siendo libre de todos, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más que pueda. (…) Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos» (1 Co 9, 16-22). Estas palabras, que son el autorretrato del apóstol, nos presentan también el retrato de todo sacerdote. Este «hacerse todo a todos» se manifiesta en la cercanía diaria, en la atención a toda persona y familia: al respecto, vosotros, sacerdotes de Roma, tenéis una gran tradición —lo digo con profunda convicción—, y la estáis honrando también hoy, que la ciudad se ha extendido tanto y ha cambiado profundamente. Como bien sabéis, es decisivo que la cercanía y la atención a todos se realicen siempre en nombre de Cristo y tiendan constantemente a llevar a él.

Naturalmente, para cada uno de vosotros, de nosotros, esta cercanía y esta entrega tienen un coste personal: significan tiempo, preocupaciones, gasto de energías. Conozco vuestro trabajo diario, y quiero daros las gracias de parte del Señor. Pero también quisiera ayudaros, en la medida de mis posibilidades, a no ceder ante este trabajo. Para poder resistir y, más aún, para crecer, como personas y como sacerdotes, es fundamental ante todo la comunión íntima con Cristo, cuyo alimento era hacer la voluntad del Padre (cf. Jn 4, 34): todo lo que hacemos, lo hacemos en comunión con él, y así recobramos siempre de nuevo la unidad de nuestra vida entre tantas dispersiones, favorecidas por las diversas ocupaciones de cada día.

Del Señor Jesucristo, que se sacrificó a sí mismo para hacer la voluntad del Padre, aprendemos además el arte de la ascesis sacerdotal, que también hoy es necesaria: no hay que situarla junto a la acción pastoral, como un fardo añadido que hace aún más pesada nuestra jornada. Al contrario, en la acción misma debemos aprender a superarnos, a dejar y dar nuestra vida.

Pero, para que todo eso se realice realmente en nosotros, para que realmente nuestra acción sea en sí misma nuestra ascesis y nuestra entrega, para que todo eso no se quede sólo en un deseo, necesitamos sin duda momentos para recuperar nuestras energías, también físicas, y, sobre todo, para orar y meditar, volviendo a entrar en nuestra interioridad y encontrando dentro de nosotros al Señor. Por eso, el tiempo para estar en presencia de Dios en la oración es una verdadera prioridad pastoral; no es algo añadido al trabajo pastoral; estar en presencia del Señor es una prioridad pastoral: en definitiva, la más importante. Nos lo mostró del modo más concreto y luminoso Juan Pablo II en todas las circunstancias de su vida y de su ministerio.

Queridos sacerdotes, jamás destacaremos suficientemente cuán fundamental y decisiva es nuestra respuesta personal a la llamada a la santidad. Esta es la condición no sólo para que nuestro apostolado personal sea fecundo, sino también, y más ampliamente, para que el rostro de la Iglesia refleje la luz de Cristo (cf. Lumen gentium, 1), induciendo así a los hombres a reconocer y adorar al Señor. Debemos acoger la exhortación del apóstol san Pablo a reconciliarnos con Dios (cf. 2 Co 5, 20), ante todo en nosotros mismos, pidiendo al Señor, con corazón sincero y con espíritu decidido y valiente, que aleje de nosotros todo lo que nos separa de él y está en contraste con la misión que hemos recibido. Tenemos la seguridad de que el Señor, que es misericordioso, nos lo concederá».

Benedicto XVI

Discurso a presbíteros y diáconos. Mayo de 2005.

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