«Con el bautismo habéis nacido ya a una vida nueva en virtud de la gracia de Dios. Ahora bien, dado que esta vida nueva no ha eliminado la debilidad de la naturaleza humana, ni la inclinación al pecado, se nos da la oportunidad de acercarnos al sacramento de la confesión. Cada vez que lo hacéis con fe y devoción, el amor y la misericordia de Dios mueven vuestro corazón, después de un esmerado examen de conciencia, para acudir al ministro de Cristo. A él, y así a Cristo mismo, expresáis el dolor por los pecados cometidos, con el firme propósito de no volver a pecar más en el futuro, dispuestos a aceptar con alegría los actos de penitencia que él os indique para reparar el daño causado por el pecado.
De este modo, experimentáis «el perdón de los pecados; la reconciliación con la Iglesia; la recuperación del estado de gracia, si se había perdido; la remisión de la pena eterna merecida a causa de los pecados mortales y, al menos en parte, de las penas temporales que son consecuencia del pecado; la paz y la serenidad de conciencia, y el consuelo del espíritu; y el aumento de la fuerza espiritual para el combate cristiano» de cada día (Compendio del Catecismo de la Iglesia católica, n. 310).
Con el lavado penitencial de este sacramento, somos readmitidos en la plena comunión con Dios y con la Iglesia, que es una compañía digna de confianza porque es «sacramento universal de salvación» (Lumen gentium, 48).
En la primera parte del mandamiento nuevo, el Señor dice: «Amaos unos a otros» (Jn 13, 34). Ciertamente, el Señor espera que nos dejemos conquistar por su amor y experimentemos toda su grandeza y su belleza, pero no basta. Cristo nos atrae hacia sí para unirse a cada uno de nosotros, a fin de que también nosotros aprendamos a amar a nuestros hermanos con el mismo amor con que él nos ha amado».
Benedicto XVI
Homilía en la Basílica de San Pedro.