«La misión es la que nos salva de replegarnos sobre nosotros mismos. El que está replegado en sí mismo «mira de arriba y de lejos, rechaza la profecía de los hermanos, descalifica a quien lo cuestione, destaca constantemente los errores ajenos y se obsesiona por la apariencia. Ha replegado la referencia del corazón al horizonte cerrado de su inmanencia y sus intereses y, como consecuencia de esto, no aprende de sus pecados ni está auténticamente abierto al perdón. Estos son los dos signos de una persona “cerrada”: no aprende de los propios pecados y no está abierta al perdón. Es una tremenda corrupción con apariencia de bien. Hay que evitarla poniendo a la Iglesia en movimiento de salida de sí, de misión centrada en Jesucristo, de entrega a los pobres» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 97). Sólo un corazón abierto a la misión garantiza que todo lo que hacemos ad intra y ad extra esté siempre marcado por la fuerza regeneradora de la llamada del Señor. Y la misión siempre conlleva una pasión por los pobres, es decir, por los “carentes”: aquellos que “carecen” de algo no sólo en términos materiales, sino también en términos espirituales, emocionales y morales.
Los que tienen hambre de pan y los que tienen hambre de sentido son igualmente pobres. La Iglesia está invitada a salir al encuentro de todas las pobrezas y está llamada a predicar el Evangelio a todos, porque todos, de un modo u otro, somos pobres, tenemos carencias. Pero la Iglesia también sale a su encuentro porque nos hacen falta: nos hace falta su voz, su presencia, sus preguntas y discusiones. La persona de corazón misionero siente que su hermano le hace falta y, con la actitud del mendigo, va a su encuentro. La misión nos hace vulnerables —es hermoso, la misión nos hace vulnerables—, nos ayuda a recordar nuestra condición de discípulos y nos permite descubrir la alegría del Evangelio una y otra vez».
Papa Francisco
Extracto del Discurso a los miembros del Colegio Cardenalicio.