Yo soy su padre, dice Dios,
el del “Padre nuestro
que estás en los cielos”.
Mi hijo ya se lo ha dicho a los hombres,
que yo soy su padre.
Soy también su juez (y también esto se lo ha dicho
mi hijo), pero sobre todo soy su padre.
El que es padre es padre ante todo y el que una vez
ha sido padre ya no puede ser nunca más que padre.
De modo que los hombres son los hermanos de mi
hijo, son mis hijos y yo soy su padre.
Y mi hijo les ha enseñado la oración del “Padre
nuestro”: “Cuando oréis, rezaréis así: Padre nuestro”.
Bien sabía mi hijo lo que hacía al enseñarles a rezar
así, bien sabía lo que hacía él, que les amó tanto que
vivió con ellos, como uno de ellos, que andaba como
ellos y hablaba como ellos y sufría como ellos y murió
como ellos y se trajo al cielo un cierto sabor a hombre,
un cierto sabor a tierra.
Bien sabía lo que hacía mi hijo lo que hacía cuando
puso entre los hombres y yo esas tres o cuatro palabras
del “Padre nuestro”, como una barrera que mi cólera y
mi justicia no franquearán jamás.
Dichoso el que se duerme en su cama bajo la protección
de esas tres o cuatro palabras que van por delante
de toda oración como las manos del que reza van por
delante de su rostro y que me vencen a mí, el invencible,
que avanzan como una gran proa que abriese camino
a un pobre navío y que rompen el oleaje de mi cólera.
Luego, cuando la proa ha pasado ya, pasa todo el navío
y toda una flota entera, tranquilamente.
Y ahora así es como veo yo a los hombres, dice Dios,
después de ese invento de mi hijo, el “Padre nuestro”.
Y así es como tendré que juzgarles ahora.
¿Pero cómo querrán que les juzgue yo ahora después
de eso? “Padre nuestro que estás en los cielos”.
¡Bien sabía mi hijo lo que había que hacer para atar
los brazos de mi justicia y desatar los de mi misericordia!
Así que ya no tengo más remedio que juzgar a los
hombres como juzga un padre a sus hijos, y… ya se sabe
cómo juzgan los padres: ya hay un ejemplo bien conocido
de cómo juzgó un padre al hijo pródigo que se
marchó de casa y luego volvió:
el padre era el que más lloraba.
Fijaos lo que ha ido a contarles mi hijo a los hombres.
En realidad les ha revelado el secreto mismo de Dios,
el secreto mismo del juicio.
Charles Péguy
Publicado en: Oraciones con espíritu, VVAA, Ed. Fundación Maior, 2020 pp. 29-30.